El favoritismo entre hijos es un fenómeno que, aunque incomode admitirlo, está presente en muchas familias. Estudios de la Asociación Estadounidense de Psicología y de la Universidad de California confirman que una gran mayoría de padres tienden, consciente o inconscientemente, a inclinarse por uno de sus hijos. Esta preferencia puede surgir por afinidad de carácter, experiencias tempranas de vínculo o por proyecciones personales.
Sin embargo, esta realidad no está exenta de consecuencias psicológicas. El hijo favorito —el llamado “niño dorado”— recibe atenciones y expectativas que pueden traducirse en presión y miedo al fracaso. Al mismo tiempo, los hermanos perciben esa preferencia, desarrollando sentimientos de exclusión, rivalidad o baja autoestima. La infancia y la adolescencia pueden verse marcadas por la búsqueda constante de aprobación o la resignación a un amor percibido como de “segunda clase”.
Casos como el de Joanna, madre británica que reconoce abiertamente tener un hijo favorito, evidencian que el favoritismo rara vez se expresa sin culpa o sin impacto. Los niños interpretan estas diferencias afectivas mucho antes de que los padres sean conscientes de ellas, lo que deja huellas emocionales que pueden perdurar hasta la adultez.
Por eso, los especialistas aconsejan no ignorar el tema. Para minimizar daños, es vital evitar comparaciones entre hermanos, demostrar amor incondicional y ofrecer tiempo de calidad a cada hijo. Validar emociones, potenciar la autoestima y establecer normas equitativas ayuda a equilibrar la dinámica familiar y reduce rivalidades.
Aceptar que pueden existir afinidades naturales no significa rendirse a ellas. La clave está en gestionar conscientemente estos sentimientos para no convertirlos en jerarquías emocionales dañinas. Criar sin favoritismos absolutos es un reto, pero trabajar por relaciones familiares más justas y afectuosas es una inversión emocional para todos.