Desde la psicología, la autonomía se entiende como la capacidad de una persona para gobernarse a sí misma, tomar decisiones conscientes y actuar de acuerdo con sus valores. Según Immanuel Kant, la autonomía es la base de la moral porque implica autodeterminación racional. En el ámbito educativo, esta capacidad es esencial para el desarrollo integral del estudiante, pues le permite “aprender a aprender”, autorregularse y asumir un papel activo en su formación.
A diferencia de la educación tradicional —centrada en la transmisión pasiva del conocimiento—, las pedagogías críticas y activas (como las de Freire, Montessori o Piaget) promueven la reflexión, la participación y la toma de decisiones. Desde un enfoque psicológico, estos métodos fortalecen la motivación intrínseca, la autoestima y el pensamiento crítico, factores claves para el bienestar y la autodeterminación personal.
El desarrollo de la autonomía requiere ambientes educativos flexibles, docentes que acompañen sin imponer y evaluaciones formativas que valoren el proceso más que el resultado. Asimismo, la escuela debe ser un laboratorio de autonomía, donde los estudiantes aprendan a decidir, convivir y asumir responsabilidades éticas y sociales.
En Colombia, el marco normativo —desde la Constitución de 1991 hasta la Ley General de Educación de 1994— promueve la formación de ciudadanos libres y críticos. Sin embargo, aún persisten obstáculos como la enseñanza autoritaria, la desigualdad educativa y la evaluación estandarizada.
Fomentar la autonomía no solo potencia el aprendizaje significativo, sino también la salud emocional y la participación ciudadana. Un estudiante autónomo es más resiliente, empático y capaz de adaptarse a los desafíos del mundo actual. Por ello, educar para la autonomía es, en última instancia, educar para la libertad y la responsabilidad colectiva.