Durante décadas, los roles de género masculinos han dictado cómo “debe” comportarse un hombre, marcando su forma de relacionarse, expresarse y sentirse. Desde la infancia, muchos aprenden que ser hombre implica reprimir emociones, mostrar dureza y evitar toda señal de vulnerabilidad. Aunque estos mandatos buscan fortaleza, muchas veces generan lo contrario: ansiedad, aislamiento y deterioro del bienestar mental.
Desde la psicología, entendemos que las masculinidades son construcciones sociales que cambian con el tiempo y el contexto. No existe una única forma de ser hombre. Sin embargo, la llamada “masculinidad hegemónica” impone ideales rígidos que dificultan el acceso a la salud emocional y al apoyo interpersonal. Esta presión puede llevar a evitar la búsqueda de ayuda psicológica, lo que perpetúa síntomas como la depresión o el estrés.
Además, estas normas afectan la calidad de las relaciones. La dificultad para expresar emociones o mostrarse vulnerable genera vínculos frágiles y poco empáticos. En cambio, cuando los hombres adoptan masculinidades más inclusivas y positivas —basadas en el respeto, la empatía y el autocuidado— sus relaciones se enriquecen y su bienestar mejora.
El cambio es posible. Jóvenes de distintas regiones ya están construyendo nuevas formas de masculinidad que priorizan el cuidado propio y ajeno. Reconocer y promover estos modelos ayuda a desafiar estereotipos dañinos, prevenir la violencia de género y fomentar una sociedad más justa.
Educar en masculinidades sanas no es solo tarea de los hombres: es un compromiso colectivo. Impulsar espacios seguros para el diálogo, la reflexión emocional y la equidad de género es clave para sanar heridas, romper ciclos de violencia y permitir que todos, sin importar su género, vivan con autenticidad, libertad y salud mental.