El envejecimiento conlleva cambios físicos y sociales que impactan profundamente en la salud mental. No se trata solo del deterioro físico, sino también de la acumulación de experiencias de vida, pérdidas afectivas y la disminución de la funcionalidad. Eventos como el duelo, la jubilación o la reducción de ingresos pueden generar angustia emocional, especialmente cuando se suman al aislamiento social y la discriminación por edad.
La soledad se ha identificado como uno de los factores de riesgo más relevantes en la tercera edad. La pérdida de seres queridos, las limitaciones físicas, las barreras tecnológicas y las dificultades económicas aumentan la desconexión social, afectando directamente el bienestar emocional. Esta sensación de aislamiento puede desencadenar problemas graves como depresión, ansiedad, deterioro cognitivo y enfermedades físicas.
El maltrato —físico, psicológico o económico—, que afecta a uno de cada seis adultos mayores, también representa una amenaza crítica para su estabilidad mental. Además, muchos mayores asumen el rol de cuidadores de cónyuges enfermos, enfrentándose a una sobrecarga emocional que pocas veces se visibiliza.
La depresión en la vejez, a menudo confundida con el proceso normal de envejecimiento, es un trastorno que puede ser prevenido y tratado. Entre sus causas destacan enfermedades físicas, pérdidas significativas, dolor crónico y el aislamiento. La falta de detección oportuna agrava el problema, afectando la calidad de vida de quienes la padecen.
Frente a esta realidad, fomentar la conexión social, facilitar el acceso a recursos comunitarios, reducir la brecha tecnológica y fortalecer el apoyo emocional son estrategias fundamentales. La vejez no debe vivirse en soledad ni en silencio. Reconocer, atender y acompañar los desafíos psicológicos de esta etapa es un compromiso social indispensable para garantizar un envejecimiento digno y saludable eclipse la sensibilidad y la inclusión sea una práctica diaria, no un ideal distante.