La proyección es un mecanismo de defensa inconsciente mediante el cual atribuimos a otras personas pensamientos, emociones o deseos que nos resultan inaceptables. Sigmund Freud fue el primero en teorizar este fenómeno, destacando cómo sirve para reducir la ansiedad que generan ciertos sentimientos reprimidos. Así, lo que no reconocemos en nuestro interior, lo señalamos fuera.
Este fenómeno no es aleatorio. Muchas veces, proyectamos sobre quienes nos resultan emocionalmente cercanos o vulnerables, como los hijos. Por ejemplo, un padre que no logró cumplir sus metas puede desalentar los sueños de su hijo con frases como “el mundo es injusto”, transmitiéndole sin querer su propia frustración. O bien, puede presionarlo para alcanzar metas inalcanzables, afectando su autoestima y generándole ansiedad.
La proyección también aparece en conductas sociales dañinas, como el bullying, donde los agresores descargan su inseguridad sobre otros. Y en relaciones de pareja, alguien que engaña puede proyectar su culpa acusando al otro de infidelidad.
En el contexto familiar, esta dinámica puede provocar conflictos, baja autoestima y dificultad para tomar decisiones. Cuando los niños crecen sintiéndose juzgados o cargando expectativas ajenas, su desarrollo emocional se ve afectado.
Sin embargo, no toda proyección es negativa. Un padre que proyecta su motivación de manera saludable puede inspirar a su hijo a esforzarse y confiar en sí mismo. La clave está en distinguir entre alentar y presionar, entre guiar y controlar.
Para evitar la proyección nociva, es necesario practicar la atención plena, comunicar con honestidad y escuchar activamente. Además, acudir a terapia puede ayudar a reconocer estos patrones y transformarlos. Al hacerlo, los adultos no solo se liberan de sus propias cargas, sino que también permiten a sus hijos ser auténticos y crecer con libertad.
La proyección, al no ser identificada, perpetúa ciclos de dolor emocional. Al reconocerla, en cambio, abre la puerta a relaciones más sanas y conscientes.